Wednesday, July 21, 2010

Una noche al amanecer

Encayada en su cama, náufraga de sus propias decisiones, aceptó por fin que estaba ciega. La vista que tanto había cuidado a lo largo de su vida no era capaz ya de ver la realidad que había construído. A los setenta años no ganan mucho los sueños a los recuerdos y más si esos recuerdos fueron simples sueños frustrados.

Al colocar los pies en el frio suelo, a tientas buscó su reloj. Ahora tocaba saber que el tiempo transcurre porque se escucha el movimiento de las manecillas de su fiel reloj. El tic-tac mantienen en vilo la espera de cualquier excusa antes de lo inevitable.

Esa madrugada Evangelina derrotó la angustia de levantarse sabiéndose ciega. Al atravesar la sala en busca del lavamanos pensó en que siempre había sido una mujer de costumbres. Desde los tiempos en los que el cantar de los gallos indicaba que debía levantarse para justificar su existencia en aquella casa donde el valor de la familia se medía solo con la dureza con que los mayores ejercían su función de guardas de la infelicidad.Quizás ahora, cuando esos recuerdos pesan más, pensó que esos mismos tíos suyos fueron tratados de la misma manera.
Inmediátamente, con sus manos en cuenco, lavó frenéticamente su rostro y lo encontró un poco más delgado. Sus manos no eran capaces de esconder la realidad. Los ojos, en cambio, ven lo que quieren ver.

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